Marzo 2020

 


   Encerrado con mi mujer en plena pandemia del coronavirus. Ella me comunicó hace dos meses que quería separarse y se fue a Buenos Aires, dejándome plantado en la costa, solo, durante quince días. Fueron las vacaciones más tristes de mi vida. Después de treinta y tres años felizmente casados, de un amor intenso, mágico por momentos, oír que ya no te aman es muy duro. “Me desenamoré”, soltó, como si nada. Y tras esto, una cascada de reproches que tenía guardados hace tiempo. En resumen, yo no servía para nada. Cualquier otro era mejor que yo. Que no le hacía bastantes regalos, que no la sorprendía con mensajitos de texto a todas horas, que nuestro sexo era rutinario, que éramos incompatibles…

   Traté de defenderme: ¿No había salvado yo a nuestra hija mayor de morir ahogada en la bañera a los nueve meses de vida, cuando ella por una desidia imperdonable la dejó sola para ir a ver televisión? Oí olas insólitas en el baño, empecé a ir hacia allá y cesaron. Me dije no es nada, y volví al living a pararme estúpidamente junto al televisor. Las olas volvieron a oírse, mi mujer seguía con cara de infeliz mirando la pantalla, pero yo estaba de pie, cerca de la puerta, porque no me interesaba el programa. Vacilé unos momentos, y decidí ir al baño a ver qué era eso. Encontré a nuestra bebé completamente sumergida, luchando inútilmente por incorporarse en la bañera traicionera llena de agua hasta los dos tercios. Aún no había tragado agua. La rescaté del agua y la tomé en brazos… para ella fue como nacer de nuevo. Un minuto, sólo un minuto después, la hubiese encontrado muerta, yaciendo en el fondo. Mi mujer nunca me agradeció esa salvación providencial. Jamás. Y ahora, cuando se lo mencioné, me echó la culpa a mí, “porque yo era responsable de nuestra hija al igual que ella”. ¿Y cómo iba a saber yo que vos la dejaste sola en la bañera grande, cuando siempre bañábamos a nuestros hijos en una pequeña de plástico, donde no se podían ahogar?

   Se lo tuve que decir: ese día no sólo salvé a nuestra hija, sino que te salvé  a vos –y a mí- del infierno. Porque vivir con el remordimiento de haber dejado morir a un bebé a pocos pasos de distancia, por quedarse viendo la televisión, es una de las peores formas que puede adoptar el infierno. Ni siquiera teníamos la opción de suicidarnos, porque debíamos seguir cuidando a nuestro hijo mayor, de dos años de edad. A todo esto no me contestó nada. Soltó un “gracias” desganado, como quien suelta un insulto.   

 

   Yo apenas podía creer lo que me estaba sucediendo. El ángel que adoré toda mi vida, la mujer generosa, buena, dulce, se había transformado en un monstruo de insensibilidad. No la reconocía. Por fin me confesó su infidelidad. Desde hacía unos meses tenía sexo con otro… ah. Eso era. ¿Y hace falta transformarse en una mierda por eso?

   “Llegó la hora de pensar en mí misma”. Entiendo… ¿te vas a ir con ese tipo? “No, es demasiado joven, tengo otros en vista”… oh. Tiempo atrás había pensado que una compañera suya de trabajo, que llevaba una vida promiscua tras separarse, era una mala influencia para mi mujer. Pero ella la admiraba. Y los resultados estaban a la vista.

   Por fin se fue y me dejó solo en la costa, completamente desdichado. Fue como si me hubiese arrollado un tren. Ni siquiera me contestaba el watsapp. Una vez le escribí esto:

 

   Camino todas las tardes hasta el muelle, y me siento en el lugar donde vimos juntos salir la luna roja sobre el mar. En ese momento sollozaste y te quisiste refugiar en mis brazos para llorar, pero yo no te dejé, por el daño que me estabas haciendo. Hoy me arrepiento de no haberte dejado llorar en mis brazos, por última vez. 

Nuestro amor fue magia pura. Recuerdo esa levedad tuya al andar por las calles de Atenas, felices como dos pajaritos. Eramos dos poetas vagabundos descubriendo el mundo. Y a mí siempre me pareciste un hada caminando. Un ser demasiado hermoso y leve para ser real. Quizá yo no haya merecido la felicidad que me diste. 

  Ahora llega la muerte, y todo lo que es pesado y no puede levantar vuelo. El otro, que te atará con cadenas a la tierra, porque ya no querés volar. Por eso tus cuadros eróticos tienen cadenas, es lo que tu carne desea. Entiendo que somos seres contradictorios, no te estoy reprochando tus inclinaciones. Pero si alguna vez querés volar de nuevo... sólo conmigo podés hacerlo.

 

  Sí, hubo algún momento durante ese verano horrible en que ella se pareció a sí misma. Pero seguía desconocida. Les contó a nuestros hijos que nos separábamos. Sólo la retenía el viaje a Islandia que habíamos pagado unos meses antes. “¿No se puede presentar un certificado médico y que te devuelvan la plata?” Ya me veía presentándole un certificado escaneado al robot de Google, casi tan comprensivo como ella misma… no, si no vamos perdemos los pasajes y hoteles ya contratados. Así que volamos a Londres, sentados en asientos separados. Pero el viaje nos volvió a unir. Nos gustó la novedad de la capital inglesa, con sus edificios imponentes y sus museos casi infinitos. Cenamos con mis sobrinas que viven allá, una hermosa velada entre gente que se quiere y no se quiere al mismo tiempo. Luego volamos a Islandia…

 

   Qué maravilla de país! Nos recibió el frío ártico con -9º. El coche alquilado en el aeropuerto era una bola de nieve. Hubo que descongelarlo para echar a andar. Luego… vino la magia de los ríos congelados, los glaciares con su pureza irreal, las fallas geológicas a flor de tierra, los géiseres… y al segundo día, un huracán con ráfagas de 250 km por hora. Llegamos a la cabaña aislada en medio del páramo donde habíamos alquilado una habitación, cuando los vientos empezaban a arreciar. Casi no podía abrir la puerta del auto por la presión del viento, corrimos semicongelados hacia la puerta salvadora, bloqueada por la nieve… y hete aquí que al abrirla nos encontramos en un interior cálido y acogedor, donde no había un alma! Una cabaña mágica, sólo para nosotros… todas las habitaciones para huéspedes estaban cerradas, excepto la nuestra. Y teníamos a nuestra disposición un living con modernos y cómodos sillones, y la cocina perfectamente equipada, hasta con café… cuando hubimos acomodado nuestras cosas y calentado nuestros cuerpos con la bebida estimulante, propuse a mi mujer hacer el amor sobre el sillón. Ella dejó de lado sus reticencias recientemente adquiridas, y por una vez se entregó con ganas al juego que más nos gusta. Mi lengua la hizo vibrar como un instrumento bien afinado, y alcanzó el clímax entre jadeos y gemidos de placer. Por un momento feliz, la había recuperado.

    No relataré el resto del viaje. Sólo recuerdo ahora la playa Diamante, sembrada de gigantescos cubos de hielo sobre la arena negra, brillando bajo el sol poniente… el cielo constelado de estrellas desconocidas para mí, y la aurora boreal aparecida recién la sexta noche, como unas nubes verde pálido apenas distintas de un falso amanecer. Una estrella fugaz vista por ambos en medio de aquella multitud a oscuras selló el éxito del viaje, porque ya temíamos fallar nuestro objetivo.

   La séptima noche nevó en Reykiavik, pero aún teníamos un pase gratis para probar suerte con otro “aurora tour”. Por no tener nada que hacer, yo quise ir, pero mi mujer –ya independiente de mis iniciativas y decisiones- prefirió quedarse en el hotel. Y en esta última noche el cielo se abrió tras una hora de viaje, y la aurora apareció en todo su esplendor, cubriendo todo el cielo con un filamento fosforescente proyectado desde un abanico cambiante en el horizonte norte, donde brillaba Vega. Unos argentinos que coincidieron conmigo me tomaron algunas fotos, donde la aurora se ve mucho más verde de lo que es en realidad.

Yo lamentaba que mi pareja no estuviese conmigo para disfrutar del espectáculo. Pero quizás el destino lo impidió, pues el cielo es reflejo de cuanto ocurre en la tierra. Y nuestro amor ya no brillaba como solía hacerlo.

 

   De regreso a Buenos Aires ella retomó sus infidelidades, ya sin esconderse. Yo huí a la costa para no sufrir esa humillación, pero el fin de semana siguiente, ya de regreso, no pude evitarla. Fue un viernes 13. Ella salió, muy arreglada, mintiendo que se vería con una amiga. Ninguno de los dos podía sostener esa ficción, y evitamos mirarnos. Me acosté solo, pero no pude dormir, estaba encalabrinado y furioso. Debí soportar verla llegar de madrugada, desvestirse y quedarse con la ropa interior que más me gusta… se acostó a mi lado sin hablarme. Reprimí el deseo de golpearla o hacerle una escena cualquiera.

   A la mañana siguiente me lancé sobre ella y le hice el amor con furia, descargando toda mi agresividad por esta vía. Ella disfrutaba con mi enojo. Al rato repetí la catarsis, quedando tan débil que ya no pude reprocharle nada.

 

   ¿Qué iba a hacer ahora? Ya no podíamos seguir bajo el mismo techo. Por un momento habíamos pensado en transformar la nuestra en una pareja abierta, pero la experiencia del viernes 13 indicaba que no era viable. Había que separarse físicamente. Cada uno en su casa. Finitta, la commedia. Y la oportunidad surgió de recuperar un departamento donde yo podría vivir. Pero hacían falta un par de meses hasta tener la posesión y encarar la mudanza… dos meses de infidelidades, pensé. Dos meses soportando lo insoportable. Yo había sido degradado. De amo y señor, había pasado a ser esclavo de mi mujer. Obligado a ponerle buena cara mientras se encamaba con otros… temía el fin de semana siguiente. Ya había un nuevo rival, el amante joven había sido relegado a segundo plano por otro más maduro y adinerado. Por fin, alguien la invitaba a cenar y pagaba la cuenta sin chistar. Este es quien me va a reemplazar, pensé, ya definitivamente amargado.

   Recordé una foto sacada por mi mujer hacía menos de un año en el Moconá, una selfie en la piscina del hotel. Ella aparecía en primer plano, hermosa y consciente de su atractivo. Yo me veía detrás, ridículamente pequeño, como una mosca. El efecto de la perspectiva me había reducido hasta la insignificancia… pues bien, para mí, esta foto era un presagio de la posición relativa de ambos en la pareja. La busqué en la nube de Internet: allí estaba la foto, seguida de otra casi igual, donde ella sonreía como una bruja, segura del poder de su encantamiento. Ambas fotos formaban una secuencia, la primera era el momento donde ella me capturaba, la segunda mostraba su satisfacción por el resultado del hechizo. Yo estaba reducido y sin posibilidad de recuperar mi tamaño normal, como una víctima de los jíbaros.

 

   Esa semana fatal que siguió al 13 de marzo, yo esperaba lo peor: mi mujer saliendo a su antojo por las noches, y yo reprimiendo mis impulsos violentos hacia ella, por ser el amor de mi vida y madre de mis hijos. Además, yo no puedo golpearla, incluso sin esas consideraciones. Cuando la conocí hace treinta y cinco años, en la playa, ella se quemó los pies con la arena caliente y lanzó una leve exclamación de dolor. Yo sentí el instinto de protegerla, aun cuando no era mi novia. No he vuelto a sentir lo mismo por ninguna otra mujer. Y todavía al sonreír tiene esa cara de niña…

   O tal vez no puedo golpearla porque me ha domado. Me gusta pensar que aún soy capaz de rebelarme contra el poder,  pero con ella no… no puedo. Así que me resigné a esperar lo peor para mí en los meses que vendrían, un dolor insoportable producido por el ser más amado, de pronto convertido en mi enemigo.

 

   Pero entonces algo ocurrió… algo inesperado para todos. El país entró en cuarentena por la epidemia de coronavirus. Unos días atrás nadie lo preveía, y de pronto todos quedamos encerrados en nuestras casas sin posibilidad de salir. Las calles quedaron desiertas en un santiamén, el toque de queda fue instantáneo, con un alto acatamiento por parte de la población. Quien se aventura a salir se expone al repudio general por poner en riesgo la salud pública y a ser detenido por la policía. Prisión domiciliaria para todos.

   Llegó el fin de semana, y mi mujer no pudo salir a encontrarse con sus amantes. Tomáaa! Lo comentamos en broma, porque para ella todo esto es un juego, aunque a mí me cuesta lágrimas de sangre. “Vos inventaste la cuarentena para que yo no salga” me dijo entre risas. Claro… la atraje hacia mí y le hice el amor, ya que los dioses me favorecían. Más aún: filmamos un video erótico, donde se la ve a ella montada sobre mí, luciendo sus curvas incomparables a media luz. “Si le mando esto a tus amantes, rompen la cuarentena”, comenté, súbitamente de buen humor. Y casi lo hago… pero razoné que no era conveniente. Αdemás, claro, no tengo sus direcciones electrónicas. Mi mujer comentó que ellos se masturbaban con sus fotos. “Vos deberías hacer lo mismo”, sugirió convencida, ya que el diario lo recomienda con fines higiénicos. ¡Vade retro! contesté indignado, y a continuación recité un exorcismo en latín.

 

   La cuarentena lleva ya quince días. Desde el gobierno avisan que se extenderá otras dos semanas, hasta el 13 de abril. Luego quién sabe… tal vez siga. Yo sigo encerrado con mi mujer, quien la mayor parte del tiempo me rehuye con cualquier excusa. Aunque dice que aún siente afecto por mi, su mirada la desmiente. O yo estoy paranoico, o siento su hostilidad… somos enemigos encubiertos. Pero estamos como en una isla desierta, no podemos salir, ni escapar el uno del otro. Hacemos el amor con furia, con resentimiento, con desdén, con soterrados deseos de venganza. Entretanto, sus amantes siguen fuera de juego. Sé que esto no durará mucho, pero aún así me alegra pensar que deben conformarse con la masturbación… se lo tienen merecido.

   Ella ahora dice que tras separarnos, vendrá a visitarme una vez a la semana. Mi nuevo departamento tiene jacuzzi, algo que ella siempre anheló. Sexo y jacuzzi, no suena mal. De marido con plenos derechos pasaré a ser un simple chongo… degradación permanente. Y aún no sé si decorar mi nuevo hogar con sus cuadros… no debería hacerlo, para evitar tenerla presente siempre. Pero mi vida será muy vacía sin una nota de color y sin la ilusión de seguir viéndola cada tanto.

   Entretanto, la pandemia arrasa vidas, sentimientos y proyectos. Mañana cumpliré 62 años y no sé nada del futuro.

No hay comentarios:

Publicar un comentario