Encerrado
con mi mujer en plena pandemia del coronavirus. Ella me comunicó hace dos meses
que quería separarse y se fue a Buenos Aires, dejándome plantado en la costa,
solo, durante quince días. Fueron las vacaciones más tristes de mi vida.
Después de treinta y tres años felizmente casados, de un amor intenso, mágico
por momentos, oír que ya no te aman es muy duro. “Me desenamoré”, soltó, como
si nada. Y tras esto, una cascada de reproches que tenía guardados hace tiempo.
En resumen, yo no servía para nada. Cualquier otro era mejor que yo. Que no le
hacía bastantes regalos, que no la sorprendía con mensajitos de texto a todas
horas, que nuestro sexo era rutinario, que éramos incompatibles…
Traté de
defenderme: ¿No había salvado yo a nuestra hija mayor de morir ahogada en la
bañera a los nueve meses de vida, cuando ella por una desidia imperdonable la
dejó sola para ir a ver televisión? Oí olas insólitas en el baño, empecé a ir
hacia allá y cesaron. Me dije no es nada, y volví al living a pararme
estúpidamente junto al televisor. Las olas volvieron a oírse, mi mujer seguía
con cara de infeliz mirando la pantalla, pero yo estaba de pie, cerca de la
puerta, porque no me interesaba el programa. Vacilé unos momentos, y decidí ir
al baño a ver qué era eso. Encontré a nuestra bebé completamente sumergida,
luchando inútilmente por incorporarse en la bañera traicionera llena de agua
hasta los dos tercios. Aún no había tragado agua. La rescaté del agua y la tomé
en brazos… para ella fue como nacer de nuevo. Un minuto, sólo un minuto
después, la hubiese encontrado muerta, yaciendo en el fondo. Mi mujer nunca me
agradeció esa salvación providencial. Jamás. Y ahora, cuando se lo mencioné, me
echó la culpa a mí, “porque yo era responsable de nuestra hija al igual que
ella”. ¿Y cómo iba a saber yo que vos la dejaste sola en la bañera grande,
cuando siempre bañábamos a nuestros hijos en una pequeña de plástico, donde no
se podían ahogar?
Se lo tuve
que decir: ese día no sólo salvé a nuestra hija, sino que te salvé a vos –y a mí- del infierno. Porque vivir con
el remordimiento de haber dejado morir a un bebé a pocos pasos de distancia,
por quedarse viendo la televisión, es una de las peores formas que puede
adoptar el infierno. Ni siquiera teníamos la opción de suicidarnos, porque
debíamos seguir cuidando a nuestro hijo mayor, de dos años de edad. A todo esto
no me contestó nada. Soltó un “gracias” desganado, como quien suelta un
insulto.
Yo apenas
podía creer lo que me estaba sucediendo. El ángel que adoré toda mi vida, la
mujer generosa, buena, dulce, se había transformado en un monstruo de insensibilidad.
No la reconocía. Por fin me confesó su infidelidad. Desde hacía unos meses
tenía sexo con otro… ah. Eso era. ¿Y hace falta transformarse en una mierda por
eso?
“Llegó la
hora de pensar en mí misma”. Entiendo… ¿te vas a ir con ese tipo? “No, es
demasiado joven, tengo otros en vista”… oh. Tiempo atrás había pensado que una
compañera suya de trabajo, que llevaba una vida promiscua tras separarse, era
una mala influencia para mi mujer. Pero ella la admiraba. Y los resultados
estaban a la vista.
Por fin se
fue y me dejó solo en la costa, completamente desdichado. Fue como si me
hubiese arrollado un tren. Ni siquiera me contestaba el watsapp. Una vez le
escribí esto:
Camino todas las tardes hasta el muelle, y
me siento en el lugar donde vimos juntos salir la luna roja sobre el mar. En
ese momento sollozaste y te quisiste refugiar en mis brazos para llorar, pero
yo no te dejé, por el daño que me estabas haciendo. Hoy me arrepiento de no
haberte dejado llorar en mis brazos, por última vez.
Nuestro
amor fue magia pura. Recuerdo esa levedad tuya al andar por las calles de
Atenas, felices como dos pajaritos. Eramos dos poetas vagabundos descubriendo
el mundo. Y a mí siempre me pareciste un hada caminando. Un ser demasiado
hermoso y leve para ser real. Quizá yo no haya merecido la felicidad que me
diste.
Ahora llega la muerte, y todo lo que es pesado y no puede levantar vuelo. El
otro, que te atará con cadenas a la tierra, porque ya no querés volar. Por eso
tus cuadros eróticos tienen cadenas, es lo que tu carne desea. Entiendo que
somos seres contradictorios, no te estoy reprochando tus inclinaciones. Pero si
alguna vez querés volar de nuevo... sólo conmigo podés hacerlo.
Sí, hubo
algún momento durante ese verano horrible en que ella se pareció a sí misma.
Pero seguía desconocida. Les contó a nuestros hijos que nos separábamos. Sólo
la retenía el viaje a Islandia que habíamos pagado unos meses antes. “¿No se
puede presentar un certificado médico y que te devuelvan la plata?” Ya me veía
presentándole un certificado escaneado al robot de Google, casi tan comprensivo
como ella misma… no, si no vamos perdemos los pasajes y hoteles ya contratados.
Así que volamos a Londres, sentados en asientos separados. Pero el viaje nos
volvió a unir. Nos gustó la novedad de la capital inglesa, con sus edificios
imponentes y sus museos casi infinitos. Cenamos con mis sobrinas que viven
allá, una hermosa velada entre gente que se quiere y no se quiere al mismo
tiempo. Luego volamos a Islandia…
Qué
maravilla de país! Nos recibió el frío ártico con -9º. El coche alquilado en el
aeropuerto era una bola de nieve. Hubo que descongelarlo para echar a andar.
Luego… vino la magia de los ríos congelados, los glaciares con su pureza
irreal, las fallas geológicas a flor de tierra, los géiseres… y al segundo día,
un huracán con ráfagas de 250 km por hora. Llegamos a la cabaña aislada en
medio del páramo donde habíamos alquilado una habitación, cuando los vientos
empezaban a arreciar. Casi no podía abrir la puerta del auto por la presión del
viento, corrimos semicongelados hacia la puerta salvadora, bloqueada por la
nieve… y hete aquí que al abrirla nos encontramos en un interior cálido y
acogedor, donde no había un alma! Una cabaña mágica, sólo para nosotros… todas
las habitaciones para huéspedes estaban cerradas, excepto la nuestra. Y
teníamos a nuestra disposición un living con modernos y cómodos sillones, y la
cocina perfectamente equipada, hasta con café… cuando hubimos acomodado
nuestras cosas y calentado nuestros cuerpos con la bebida estimulante, propuse
a mi mujer hacer el amor sobre el sillón. Ella dejó de lado sus reticencias
recientemente adquiridas, y por una vez se entregó con ganas al juego que más
nos gusta. Mi lengua la hizo vibrar como un instrumento bien afinado, y alcanzó
el clímax entre jadeos y gemidos de placer. Por un momento feliz, la había
recuperado.
No relataré
el resto del viaje. Sólo recuerdo ahora la playa Diamante, sembrada de
gigantescos cubos de hielo sobre la arena negra, brillando bajo el sol
poniente… el cielo constelado de estrellas desconocidas para mí, y la aurora
boreal aparecida recién la sexta noche, como unas nubes verde pálido apenas
distintas de un falso amanecer. Una estrella fugaz vista por ambos en medio de
aquella multitud a oscuras selló el éxito del viaje, porque ya temíamos fallar
nuestro objetivo.
La séptima
noche nevó en Reykiavik, pero aún teníamos un pase gratis para probar suerte
con otro “aurora tour”. Por no tener nada que hacer, yo quise ir, pero mi mujer
–ya independiente de mis iniciativas y decisiones- prefirió quedarse en el
hotel. Y en esta última noche el cielo se abrió tras una hora de viaje, y la
aurora apareció en todo su esplendor, cubriendo todo el cielo con un filamento
fosforescente proyectado desde un abanico cambiante en el horizonte norte,
donde brillaba Vega. Unos argentinos que coincidieron conmigo me tomaron
algunas fotos, donde la aurora se ve mucho más verde de lo que es en realidad.
Yo lamentaba que mi pareja no estuviese conmigo para
disfrutar del espectáculo. Pero quizás el destino lo impidió, pues el cielo es
reflejo de cuanto ocurre en la tierra. Y nuestro amor ya no brillaba como solía
hacerlo.
De regreso a
Buenos Aires ella retomó sus infidelidades, ya sin esconderse. Yo huí a la
costa para no sufrir esa humillación, pero el fin de semana siguiente, ya de
regreso, no pude evitarla. Fue un viernes 13. Ella salió, muy arreglada,
mintiendo que se vería con una amiga. Ninguno de los dos podía sostener esa
ficción, y evitamos mirarnos. Me acosté solo, pero no pude dormir, estaba
encalabrinado y furioso. Debí soportar verla llegar de madrugada, desvestirse y
quedarse con la ropa interior que más me gusta… se acostó a mi lado sin
hablarme. Reprimí el deseo de golpearla o hacerle una escena cualquiera.
A la mañana
siguiente me lancé sobre ella y le hice el amor con furia, descargando toda mi
agresividad por esta vía. Ella disfrutaba con mi enojo. Al rato repetí la
catarsis, quedando tan débil que ya no pude reprocharle nada.
¿Qué iba a
hacer ahora? Ya no podíamos seguir bajo el mismo techo. Por un momento habíamos
pensado en transformar la nuestra en una pareja abierta, pero la experiencia
del viernes 13 indicaba que no era viable. Había que separarse físicamente.
Cada uno en su casa. Finitta, la
commedia. Y la oportunidad surgió de recuperar un departamento donde yo
podría vivir. Pero hacían falta un par de meses hasta tener la posesión y
encarar la mudanza… dos meses de infidelidades, pensé. Dos meses soportando lo
insoportable. Yo había sido degradado. De amo y señor, había pasado a ser
esclavo de mi mujer. Obligado a ponerle buena cara mientras se encamaba con
otros… temía el fin de semana siguiente. Ya había un nuevo rival, el amante
joven había sido relegado a segundo plano por otro más maduro y adinerado. Por
fin, alguien la invitaba a cenar y pagaba la cuenta sin chistar. Este es quien
me va a reemplazar, pensé, ya definitivamente amargado.
Recordé una
foto sacada por mi mujer hacía menos de un año en el Moconá, una selfie en la
piscina del hotel. Ella aparecía en primer plano, hermosa y consciente de su
atractivo. Yo me veía detrás, ridículamente pequeño, como una mosca. El efecto
de la perspectiva me había reducido hasta la insignificancia… pues bien, para
mí, esta foto era un presagio de la posición relativa de ambos en la pareja. La
busqué en la nube de Internet: allí estaba la foto, seguida de otra casi igual,
donde ella sonreía como una bruja, segura del poder de su encantamiento. Ambas
fotos formaban una secuencia, la primera era el momento donde ella me
capturaba, la segunda mostraba su satisfacción por el resultado del hechizo. Yo
estaba reducido y sin posibilidad de recuperar mi tamaño normal, como una
víctima de los jíbaros.
Esa semana
fatal que siguió al 13 de marzo, yo esperaba lo peor: mi mujer saliendo a su
antojo por las noches, y yo reprimiendo mis impulsos violentos hacia ella, por
ser el amor de mi vida y madre de mis hijos. Además, yo no puedo golpearla,
incluso sin esas consideraciones. Cuando la conocí hace treinta y cinco años,
en la playa, ella se quemó los pies con la arena caliente y lanzó una leve
exclamación de dolor. Yo sentí el instinto de protegerla, aun cuando no era mi
novia. No he vuelto a sentir lo mismo por ninguna otra mujer. Y todavía al
sonreír tiene esa cara de niña…
O tal vez no
puedo golpearla porque me ha domado. Me gusta pensar que aún soy capaz de
rebelarme contra el poder, pero con ella
no… no puedo. Así que me resigné a esperar lo peor para mí en los meses que
vendrían, un dolor insoportable producido por el ser más amado, de pronto
convertido en mi enemigo.
Pero
entonces algo ocurrió… algo inesperado para todos. El país entró en cuarentena
por la epidemia de coronavirus. Unos días atrás nadie lo preveía, y de pronto
todos quedamos encerrados en nuestras casas sin posibilidad de salir. Las
calles quedaron desiertas en un santiamén, el toque de queda fue instantáneo,
con un alto acatamiento por parte de la población. Quien se aventura a salir se
expone al repudio general por poner en riesgo la salud pública y a ser detenido
por la policía. Prisión domiciliaria para todos.
Llegó el fin
de semana, y mi mujer no pudo salir a encontrarse con sus amantes. Tomáaa! Lo
comentamos en broma, porque para ella todo esto es un juego, aunque a mí me
cuesta lágrimas de sangre. “Vos inventaste la cuarentena para que yo no salga”
me dijo entre risas. Claro… la atraje hacia mí y le hice el amor, ya que los
dioses me favorecían. Más aún: filmamos un video erótico, donde se la ve a ella
montada sobre mí, luciendo sus curvas incomparables a media luz. “Si le mando
esto a tus amantes, rompen la cuarentena”, comenté, súbitamente de buen humor.
Y casi lo hago… pero razoné que no era conveniente. Αdemás, claro, no tengo sus
direcciones electrónicas. Mi mujer comentó que ellos se masturbaban con sus
fotos. “Vos deberías hacer lo mismo”, sugirió convencida, ya que el diario lo
recomienda con fines higiénicos. ¡Vade retro! contesté indignado, y a
continuación recité un exorcismo en latín.
La
cuarentena lleva ya quince días. Desde el gobierno avisan que se extenderá
otras dos semanas, hasta el 13 de abril. Luego quién sabe… tal vez siga. Yo
sigo encerrado con mi mujer, quien la mayor parte del tiempo me rehuye con
cualquier excusa. Aunque dice que aún siente afecto por mi, su mirada la
desmiente. O yo estoy paranoico, o siento su hostilidad… somos enemigos
encubiertos. Pero estamos como en una isla desierta, no podemos salir, ni
escapar el uno del otro. Hacemos el amor con furia, con resentimiento, con
desdén, con soterrados deseos de venganza. Entretanto, sus amantes siguen fuera
de juego. Sé que esto no durará mucho, pero aún así me alegra pensar que deben
conformarse con la masturbación… se lo tienen merecido.
Ella ahora
dice que tras separarnos, vendrá a visitarme una vez a la semana. Mi nuevo
departamento tiene jacuzzi, algo que ella siempre anheló. Sexo y jacuzzi, no
suena mal. De marido con plenos derechos pasaré a ser un simple chongo…
degradación permanente. Y aún no sé si decorar mi nuevo hogar con sus cuadros…
no debería hacerlo, para evitar tenerla presente siempre. Pero mi vida será muy
vacía sin una nota de color y sin la ilusión de seguir viéndola cada tanto.
Entretanto,
la pandemia arrasa vidas, sentimientos y proyectos. Mañana cumpliré 62 años y
no sé nada del futuro.
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